Dos mujeres corriendo sobre la playa, la carrera (1922)
Pablo Ruiz Picasso
(1881-1973) La soledad que se percibía en el hogar era más grande que la reconocida por la vista de cualquier humano, y aún así en este sitio coexistían tres almas en pena, que a pesar de ser familia, solo los unía la condición de las apariencias.
Mi condición de madre me permitía realizar el típico almuerzo dominical que ayudaba en parte a sacar de las bocas algo más que el saludo. José, solo llegaba a la casa a comer y Jesús, a pesar de su precaria edad ni siquiera calentaba las sabanas de su cama, nunca llegaba a dormir. Pero un domingo todo cambio.
Jesús llegaba al almuerzo más tarde de lo común, pero en esta ocasión no venia solo. De la mano de mi hijo se encontraba Magdalena, una mujer joven, delgada, de pelo negro y unos ojos verdosos que embelesaban al más insípido de los hombres. Por mi parte no me llamaba más la atención que su piel tersa y firme como el mármol, y como no, que esa hermosa mujer estuviera de la mano de mi hijo. Asumía así la condición de suegra que adoptaba desde ese momento. Como es de costumbre a las visitas se las trata como tal, invitándolas a todas las generosidades comestibles que se encuentren en la casa. José, mi marido prosiguió inmediatamente a servir unos vasos de licor, como bienvenida a la familia, y yo no encontré mejor motivo que invitarla a almorzar.
Ya en el comedor José como por arte de magia introdujo en su vida el don de comunicar, y empezó a hablar lo que no me había conversado en todos los años de matrimonio. Mi hijo orgulloso por su gran hazaña amorosa compartía con su padre todo lo que él contaba. Magdalena por otra parte solo se dedicaba a sonreír, y yo no dejaba de indagar en mis recuerdos la conocida imagen que me producía esta joven mujer. Al finalizar la comida me dirigí a levantar los platos ya ensuciados por desechos que en algún momento fueron pollos. Magdalena decide en ese instante ayudarme a recoger y a lavar lo ya ensuciado. En la privacidad de la cocina y en la incertidumbre de lo desconocido, le reconocí lo contenta que estaba de que mi hijo ya no estuviera solo. De pronto ella se acerca y me dice al oído lo bella que soy. En ese instante la incomodidad de la situación invadían la cocina, y la satisfacción de su cumplido me atraía por completa. La complicidad que se sentía entre las dos era algo irreconocible, pero como un dejavú volví a asimilar lo de ser una mujer casada, pero a ella no le importo. La joven no dudo ni un instante en insistir con los algo, a esto se sumaba el acercamiento de su cuerpo detrás del mío y el toqueteo juguetón de sus manos en mis muslos. Yo con el calor de mi cuerpo me alejaba, negando toda seducción, pero la ternura de Magdalena con la seducción de hacerme sentir deseada repleto todo vacío de afecto que necesitaba, cedí sin compasión por terceros.
Desde ese momento Magdalena y yo fuimos algo más que nuera y suegra. La contradicción de serle infiel a mi marido y de traicionar a mi hijo, fue brutal. La angustia que sentía cada vez que Magdalena me iba a visitar cuando Jesús no estaba en casa, no dejaba de perturbar mi mente. Por más que intentaba terminar con lo que alguna vez empezó en la caldeada cocina de mi casa, ella lograba convencerme con sus besos y caricias que todo lo que surgia entre las dos era por amor. Una noche cuándo mi marido José había salido de la ciudad por viajes de negocios y Jesús se encontraba estudiando en la casa de un compañero, Magdalena me sorprendió con su visita. La noche nos incito a hacer algo que jamás en mi vida imagine. Las caricias de la pequeña joven lograban hacer sentirme más mujer, y consolidaban los deseos que tenía mi cuerpo de expresar algo más que sexo. Pero el recuerdo de mi hijo no me dejaba entregarme por completo a lo que ya se extendía por días entre yo y mi pequeña. Y sin pensarlo la deje sentir.
Luego de unas horas de placer, Magdalena me confesaba su amor de por vida. Ella había sido mi alumna y me había amado en silencio por más de 5 años. No había encontrado mejor forma de acercarse a mí, que a través de mi hijo. Así, en un segundo la invasión de la homofobia cubrió mis ojos de irá y como un monstruo tome la lámpara del velador y lo dirigí con dirección a su cabeza. Escucho de pronto la voz de Jesús llamándome desde la puerta. En ese momento me di cuenta que había matado a la única persona que me había hecho feliz.
Por Daniela Méndez